EL ABANDONO ESCOLAR COMIENZA EN LA PÉRDIDA DE LO LÚDICO



La mayoría de los niños de este país, cuando acudimos a la guarderia, jardín de infancia, kinder, parvulario, colegio en etapa infantil o similar, es decir, en nuestro proceso de escolarización pre-obligatorio, tuvimos  una maestra, a quien por cierto venerábamos, que se llamaba Teresa, Carmen o Laura y que para todos era la “Seño”. Ir a  clase era una actividad divertida, un encuentro con amigos donde se jugaba y simultaneamente se aprendían cosas. Era un lugar fantástico, lleno de descubrimientos cada día, de canciones, colores, bailes y estímulos abundantes que convertían cada jornada en una aventura que no podías perderte. Así continuó durante los primeros años de primaria. La seño había cambiado pero no sus características que la hacián adorable. Hasta que un año, súbitamente no había seño. La seño había sufrido una mutación en un señor de grandes dimensiones y con bigote llamado Don Luis que no destacaba por lo afectuoso de su trato. Los juegos de pronto se convirtieron en asignaturas, las actividades en deberes, la supervisión en calificaciones y sin saber cómo, aquel maravilloso sitio al que íbamos cada mañana perdió su color, se volvió serio y tornó en un lugar del que queriamos salir. Pero habíamos quedado atrapados. Incomprensiblemente, ahora, si faltaba el profesor nos alegrábamos, si caías enfermo y no podías asistir a clase también y cuanto menos materia pudiera avanzar un maestro mejor, menos contenido susceptible de ser examinado. Y así el colegio se volvió una prueba a superar que marcaría tu futuro en la vida, porque tus posibilidades de elección estarán en función de cómo superes la misma. 


Es en esta tesitura en la que el aprendizaje pierde su carácter lúdico, cuando el alumno empieza a preguntarse para qué sirve estudiar. La respuesta que suele obtener por parte de los adultos hace referencia a la obligatoriedad, retrasando la posibilidad de optar libremente a cuando tenga la edad de su “libertad” y entonces podrá actuar en consonancia con sus gustos, olvidando que dicha respuesta es al por qué y no al para qué. 

El alumno empieza a percibir a su alrededor que la formación no es la garantía de poder dedicarse a una tarea que implique realización personal y además resuelva el problema de la supervivencia. Los personajes que admira generalmente un muchacho/a a partir de los 11 años no suelen destacar por haberse labrado un futuro a base de estudio. Deportistas, actores, personajes de televisión o cantantes que con sus éxitos profesionales ocultan su ignorancia cultural, cuando no la manifiestan públicamente agitándola cual confalón al viento, como orgullo de una casta que ha conseguido su premio a la zafiedad.

La realidad del desempleo juvenil parece indicar que la titulación académica no preserva de esta lacra y que la diferencia entre estudiar o no hacerlo, es exigua mientras uno sepa encontrar los recovecos para vivir pícaramente del sistema con el menor esfuerzo posible. Esto se manifiesta más evidente en los contextos sociales más desfavorecidos donde estudiar no está prestigiado y las posibilidades de obtener remuneraciones fáciles, rápidas y no siempre honrosas, cuando no delictivas, está al alcance de la mano 

En la medida que los alumnos crecen y se van introduciendo en la difícil edad de la adolescencia donde es más propio cuestionar lo establecido y dejar brotar el rebelde interior, las razones para la permanencia en el sistema educativo pueden verse cuestionadas si no han adquirido el peso suficiente en la escala de valores del estudiante. Vemos que estos son los años más difíciles en cuanto a abandono y fracaso escolar. 

¿Estamos por tanto en disposición de asegurar a todos los alumnos, sea cual sea su contexto social, familiar o económico, que la permanencia en el sistema educativo dará como resultado una ventaja en el porcentaje de oportunidades de cumplir su meta de realización? ¿Para qué permanecer, si el fin básico que es la supervivencia a través del trabajo, no sólo no está garantizado, sino que es dilatado en el tiempo sin aval de consecución? 


El sistema educativo debe por tanto, por una parte, recuperar lo lúdico e implementarlo a lo largo de todo el proceso de enseñanza-aprendizaje y por otra, ofrecer razones de peso para la permanencia que convenzan más allá de  la  obligatoriedad impuesta.  

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