Esta mañana el gran Jandro escribía un tuit que decía: “hoy una ardilla podría cruzar la península saltando de coach en coach sin tocar el suelo”. No cabe duda que el coaching está de moda y que la cantidad de profesionales de cualquier sector que han añadido el término coach a su curriculum ha aumentado de forma significativa.
A mi juicio hay dos razones fundamentales para este crecimiento. Por un lado la efectividad de la herramienta y por otro la falta de homologación de la profesión. El coaching está provocando resultados de efectividad de alto impacto en aquellos espacios donde se aplica de manera correcta. Ello provoca que el “boca a boca” difunda la ventaja de implementar procesos de coaching por parte de quienes quieren mejorar cualquier área de su vida, sea profesional o personal.
En cuanto a la falta de una acreditación homologada que defina quién puede autodenominarse coach y quien no, provoca que cualquiera con un curso de coaching on-line de apenas 20 horas se anime a anunciarse como coach y prestar sus servicios. Que tenga éxito o no dependerá a medio plazo de su talento y del aprovechamiento que a modo de feedback le reporte la experiencia. Siendo justos, ni el motivado aprendiz de 20 horas on-line tiene por qué ser mal coach, ni el titulado, certificado y masterizadoo en la mejor de las asociaciones es bueno sólo con el título. Una vez más dependerá de los resultados que consiga con sus clientes.

Así funciona el progreso. Buscando nuevas maneras de hacer las cosas. De modo más efectivo, o más rápido, o menos costoso. Pero de otro modo en definitiva. Dar la respuesta no es enseñar, es adormilar el espíritu inquieto que subyace en cada persona.
Una anécdota que le ocurrió a una amiga ilustra cómo anclarse en la respuesta y no hacer una buena pregunta puede llevarnos al error grave. Cuando mi amiga estaba en su primer curso en el colegio, la profesora observó que siempre que dibujaba a los miembros de su familia, pintaba a su padre de un tamaño desproporcionado con respecto a su madre y por supuesto a ella y sus hermanas. La profesora llamó a la madre y le dijo que su hija tenía un problema afectivo con ella (su madre) porque la dibujaba pequeñita, mientras que a su padre lo tenía idealizado y por eso lo dibujaba gigante. Que tenían que tratar de compensar el equilibrio de fuerzas en el hogar pasando la madre más tiempo con la niña.
La madre escuchó educadamente a la profesora y cuando está terminó su “diagnóstico” le dijo: “Y no será que dibuja a su padre muy grande porque mi marido mide 2;05 ? Es fácil de imaginar el chasco de la profesora y el mal trago que pasó, que se podía haber evitado con tan sólo preguntar “Señora, ¿su marido es muy alto?”.
Las preguntas nos abren universos de nuevas posibilidades. Las respuestas fijas levantan muros que impiden apreciar el horizonte, replegándonos a una mirada corta de quien vive encerrado en su habitación creyendo que es el mundo.
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