A nadie se le escapa que la necesidad de una
reforma educativa es inaplazable. Y no me refiero a una muda de la ley que descienda de lo alto cual lengua
de fuego pentecostal, sino a una nueva manera de hacer las cosas más acorde al
siglo XXI en el que vivimos, que propicie el desenlace esperado de personas
formadas que puedan hacer transitar esta sociedad hacia un progreso en el que
haya más libertades, más respeto de los derechos fundamentales y menos
exclusión social. En suma, donde todos vivamos mejor.
Y aunque
así formulado pueda semejar utópico, los elementos necesarios de este cambio
hace tiempo que se discuten en los foros adecuados generando un consenso
significativo entre quienes están llamados a ser los agentes protagonistas de
dicho cambio y no me refiero
obviamente a los ministros y consejeros de educación, sino a los docentes y
especialmente a los directores de centros educativos.
Si las
mentes privilegiadas ya han escudriñado sobre metodologías, recursos,
estrategias y paradigmas y han llegado a sesudas conclusiones sobre lo que
implementar para una educación de excelencia, y el vulgo en su saber popular
también percibe con nitidez cuáles son las soluciones a tanto fracaso escolar,
¿qué escollo insalvable se exhibe ante nuestros ojos que nos está vedando una
superior y más deseable educación?
Una lectura
de referencia que nos puede coadyuvar en esta aparente ardua búsqueda de
respuesta a tan elemental pregunta, es la obra de J. A. Marina titulada
“Inteligencia ejecutiva”, donde el autor en un propósito de ir más allá de lo
ya de por sí novedoso, cual funámbulo en el “Cirque du Soleil”, excede la
Teoría de las Inteligencias Múltiples del reputado Howard Gardner adicionando
una nueva inteligencia sin la cual todas las demás quedan devaluadas. Ha
denominado a esta nueva inteligencia con el apelativo de “ejecutiva”,
coligiendo que es la suficiencia que faculta para poner en práctica todos los
recursos de las demás inteligencias. Es decir, inteligente es aquel que
sabiendo lo que tiene que hacer lo hace.
Acaso tanto
análisis nos esté distrayendo del menester de evidenciar sin más demora las
implementaciones necesarias para alcanzar los objetivos propuestos y quizá las
especulaciones estén trocando en subterfugios que pretenden soslayar la brega
del cambio ineludible.
La
sempiterna excusa del corsé que la legislación vigente impone, no debería
aceptarse, pues a pesar de lo infructuoso y no pocas veces perverso del
sistema, éste siempre transige con la contingencia del margen de actuación que
dentro de él tienen sus elementos, lo cual posibilita, a nivel micro, la
gestión del cambio imperioso que a la larga y en la medida que de modo viral
vaya desplegando sus buenas prácticas, será adueñado de los inertes habitantes
de la cúspide jerárquica y revendido como inédito, indispensable, urgente y
vital.
Presumo que
de igual manera ocurre dentro de ese elemento celular que en el sistema es cada
colegio. La gestión del cambio se incoará con un solo denodado docente, que
fiado de su instinto y su experiencia se vaya sirviendo de la mínima holgura
que se le admita y demuestre con la práctica la realidad de la excelencia
educativa.
Concibo por tanto tres escenarios de batalla
inexcusables, a tres niveles distintos y todos igualmente vitales. El primero
de ellos sería el pertinente a la esfera personal, como se ha dicho, las buenas
practicas innovadoras, creativas y revolucionarias que cada docente pueda
implementar en la medida del margen de actuación permitido. El segundo, el
gremial, correspondiente a la necesidad de establecer alianzas con quienes
mantengan afinidad de ideales para confrontar combativamente lo inadmisible del
sistema. Y el tercero, referente al nivel político, sirviéndose de los
mecanismos del propio sistema para, cual troyano paciente, conquistar el nivel
desde el cual la muda pueda adquirir por un lado consistencia, tanto temporal
como de autoridad, y por otro expansión hasta los emplazamientos más
inmovilistas que solo evolucionan cuando desde lo alto reciben la orden del
cambio
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